lunes, 7 de noviembre de 2016


Las canciones de Natacha

La señora luna
le pidió al naranjo
un vestido verde
y un velillo blanco.
La señora luna
se quiere casar
con un pajarito
de plata y coral.
duérmete, Natacha
e irás a la boda
peinada de moño
y en traje de cola.

                                         Juana de Ibarbourou
 Los sueños de Natacha. Montevideo, 1845

La mariposa
Una mariposa pequeña y amarilla ha venido a revolotear en torno de la luz. ¡Qué giros locos, qué círculos precipitados y continuos!
¿De dónde vienes, pequeñita? ¿Has estado acaso en aquel bosque rumoroso que yo recorría encantada y sin miedo cuando era niña? ¿Bebiste alguna vez una minúscula gota de agua en aquella laguna bordeada de juncos y de mimbres, que hay cerca del bosque de que te hablo? ¿Has dormido alguna noche en una matita de verbena? ¿Conoces muchos caminos? ¿Has visto algún trigal? ¿Has curioseado en muchos ramajes? Ese polvo amarillo que te cubre, ¿es polen de achiras, de achiras silvestres? ¡Oh pequeñita, yo juraría que tienes olor a campo en las alas!
                                                                                   
                                               Juana de Ibarbourou

El cántaro fresco. Montevideo, 1920
El vendedor de naranjas

Muchachuelo de brazos cetrinos
que vas con tu cesta,
rebosando naranjas pulidas
de un caliente color ambarino;

Muchachuelo que fuiste a las chacras
y a los árboles amplios trepaste
como yo me trepaba cuando era
una libre chicuela salvaje;

Ven acá muchachuelo; yo ansío
que me vuelques tu cesta en la falda.
Pide el precio más alto que quieras.
¡Ah, qué bueno el olor a naranjas!

A mi pueblo distante y tranquilo,
naranjales tan prietos rodean,
que en agosto semeja de oro
y en diciembre de azahares blanquea.

Me críe respirando ese aroma
y aún parece que corre en mi sangre.
Naranjitas pequeñas y verdes
siendo niña, enhebraba en collares.

Después, lejos llévame la vida.
Me he tornado tristona y pausada.
¡Qué nostalgia tan honda me oprime
Cuándo siento el olor a naranjas!

Si a otro pago muy lejos del tuyo,
indiecito, algún día te llevan,
y no eres feliz, y suspiras
por volver a tu vieja querencia,

y una tarde en un soplo de viento
el sabor a tus montes te asalta,
¡Ya sabrás, indiecito asombrado,
Lo que es la palabra “nostalgia”!


Juana de Ibarbourou
Raíz Salvaje.  Montevideo, 1922





La enredadera  


Por el molino del huerto
asciende una enredadera.

El esqueleto de hierro                   
va a tener un chal de seda

ahora verde, azul más tarde
cuando llegue el mes de Enero.

y se abran las campanillas
como puñados de cielo.

Alma mía: ¡quién pudiera
vestirse de enredadera!






                                    Juana de Ibarbourou    

Raíz salvaje. Montevideo, 1922  
Tilo
En el umbral de mis recuerdos de infancia, guardián y fiel hasta más allá de la vida, está Tilo, mi perro. Con sus orejas puntiagudas, el negro hocico, el pelaje amarillo, las cortas patas, la festiva cola, tan vivo está a través de los años, que un ladrido que se pareciese al suyo, unos ojuelos como los suyos, los distinguiría ahora mismo entre mil. No sé cómo llegó a casa .Alguien debió dármelo pequeñito .Lo veo ya andando a mi lado, con sus saltos, su mirada llena de amistad, su sombra menuda siempre confundiéndose con la mía un poco más grande. Goloso como un niño, me enseñó a ser dadivosa a fuerza de quererlo.




Juana de Ibarbourou
El cántaro fresco. Montevideo, 1920
La mancha de humedad

Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado de las paredes. Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa muy importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado.
En esa mancha yo tuve cuanto quise: descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de las lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal en que fumaban sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas, generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las manos:
–Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles hay en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
– ¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? ¡Oh, Dios mío!, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
–No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo...
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de lechada de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la pared, dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni más selvas. Inflexible como la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como una burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una O de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de asombro:

– ¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus
estados:
– ¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso,
me has robado mis países llenos de gente y animales. ¡Te odio, te odio; los
odio a todos!

El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada, e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata nunca el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece... ¡Ay, yo lo sé bien!

Juana de Ibarbourou
Chico Carlo. Montevideo 1944
La higuera 

Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.                                          

En mi quinta hay cien árboles bellos:
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.
En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se viste...
    
Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,   
 digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
"Es la higuera el más bello
de los árboles todos del huerto".

Si ella escucha,
si comprende el idioma en el que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol.
Hoy a mi me dijeron hermosa!

 Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
¡Hoy a mí me dijeron hermosa!
                                                                                                                  

Juana de Ibarbourou
Raíz salvaje. Montevideo, 1922
           El pozo

Asiento de musgo florido
Sobre el viejo brocal derruido.
Sitio que elegimos para hablar de amor
bajo el enorme paraíso en flor.

¡Ay, pobre del agua que del fondo mira,
tal vez envidiosa, quizás dolorida!
¡Tan triste la pobre, tan muda, tan quieta
bajo esta nerviosa ramazón violeta!

Vámonos. No quiero que el agua nos vea
cuando me acaricies. Tal vez eso sea
darle una tortura. ¿Quién la ama a ella?
Tonta! ¡Si de noche la besa una estrella!

  Juana de Ibarbourou

Raíz salvaje. Montevideo, 1922
Vestidos nuevos

Creo a veces que las plantas son como las mujeres: les gusta cambiar de traje.
Por eso en otoño arrojan al suelo todas sus hojas amarillas y en primavera se cubren de brotes brillantes.
¡Es qué, de veras, es tan lindo ponerse un vestido nuevo!
Y las acacias se adornan de moños blancos, los aromos de lunares de oro, los plátanos de hojitas verdes y los miosotis “como piel de asno” le piden al hada de las flores un vestido hecho de cielo.
¡Hasta los cardos, tan ásperos, sienten despertar su coquetería y se prenden entre las duras greñas un penacho azul!
¡Me río yo de los botánicos que quieren explicar gravemente los fenómenos de florescencia y de la vegetación!
¡Si al brotar y florecer las plantas no obedecen a otro impulso más que al deseo de ponerse un vestido nuevo!
Por eso, también, crecen con preferencia en torno de las acequias, de los estanques, de los arroyuelos: para tener un espejo en que mirarse.



Juana de Ibarbourou  

El cántaro fresco. Montevideo 1920.  
Ensueño
Yo seré ya vieja cuando mi hijo sea un hombre. Y, cuando salgamos a pasear juntos, de gusto me pondré más encorvada para que así, a mi lado, él parezca más gallardo. Seré una viejita llena de mañas. Aprenderé a tropezar para que él me sostenga; me fingiré fatigada para que me dé el brazo y me diga con voz suave:
-¿Te has cansado, mamá?
Y las muchachas, que con toda seguridad estarán locas de amor por él, dirán:
- Esa señora bajita, que va del brazo de ese mozo tan arrogante, es su madre.
¡Y yo voy a tener un orgullo...!






  Juana de Ibarbourou
El cántaro fresco. Montevideo, 1922